Veinticinco años han transcurrido desde que abriera sus puertas el colegio más “nuevo” de Baza. Aún recuerdo cuando mi madre me dijo que no iba a ir al Colegio San José de Calasanz, que por una carambola del azar me habían derivado a ese otro colegio nuevo, desconocido para casi todo el mundo. Recuerdo la primera reunión que hubo con los padres de todos nosotros: la primera promoción que iniciaría su andadura académica en un colegio de educación especial en Baza, el Colegio Público Jabalcón.
Parece ser que la reacción de todos los padres no fue la misma y que algunos se resistían a la idea de que sus hijos/as compartieran colegio con personas disminuidas física, psíquica o sensorialmente. Sin embargo, en mi familia se acogió de muy buena gana, y en ningún momento se vio inconveniente alguno. Todo lo contrario, era una oportunidad única.
Después, también me encontré a mucha gente que se interesaba por el nombre del colegio donde estudiaba y que quedaban extrañados al escuchar como respuesta el “Colegio Jabalcón”. Entonces, me asaeteaban con preguntas del tipo: ¿el de los “subnormales”? ¿Y por qué estás allí? ¿Es que tienes algún problema tú?...Fueron cuestiones y palabras chocantes para mí que, poco a poco, con las vivencias experimentadas, supe encajar.
No obstante, recuerdo con añoranza mis primeros años, sentada en el pupitre con mis compañeros (de los cuales aún mantengo en la memoria muchos nombres y apellidos). Estábamos a las órdenes de la Señorita María. Un vendaval de energía y temperamento nos guiaba cada día en la aventura gozosa para algunos y tortuosa para otros del leer y el escribir, del sumar y el restar. Seguro que muchos recuerdan todavía la vara con la que la Señorita apuntaba a las sílabas escritas en la pizarra y, por supuesto, el genio y el torrente de voz con el que se nos impulsaba a descifrar su pronunciación; la cantinela del coro recitando las tablas de multiplicar; el castigo de tener que copiar una y otra vez la tabla que no se había aprendido bien; el ponernos de pie antes de empezar las clases y antes de dar por finalizado el día para rezar en voz alta al unísono el Padre Nuestro y el Ave María; la retahíla de sumas, rectas, multiplicaciones y divisiones que cada día llevábamos copiadas en la libreta para hacerlas de deberes; las voces retumbando por el pasillo cuando no andábamos en fila india en dirección a la clase…..y tantas otras cosas.
Y a nadie se le ocurrió acusar a la Señorita María de maltrato psicológico, acoso, malas formas, irrespetuosa con la libertad religiosa de cada uno o de cualquier otra barbaridad actual. Todo lo contrario, nuestros padres estaban orgullosos de la autoridad y la disciplina con las que estábamos siendo educados.
Son muchos los recuerdos que han quedado imborrables. Jamás olvidaré la de partidos de fútbol que jugué en ese patio, en los que participaba todo el colegio sin importar edad, nivel de inteligencia o status social. Eso sí, Juan Pérez Sall siempre jugaba en el equipo contrario al de Pedro Antonio Navarro Carrión, el otro educador de niños con necesidades especiales. Y cuando se colaba el balón en los “bancales” colindantes tocaba meter el cuerpo y la cabeza por entre la valla para poder rescatar el objeto que constituía la base de nuestro entretenimiento. No necesitábamos más que un balón, una par de piedras como porterías y una cuerda de la comba para divertirnos en los recreos. La verdad es que tampoco podíamos disponer de mucho más, ya que tan sólo con el tiempo cambiamos el par de piedras por porterías de madera y añadimos al equipamiento una red de voleibol y una canasta. Esos eran todos los utensilios de diversión con los que contamos durante mucho tiempo en el patio grande. El patio chico, por otro lado, estaba amueblado con un inigualable juego neumáticos viejos.
Y cuando el juego se encontraba en el punto más emocionante, se oían las palmadas de la señorita con mensaje subliminal del deber de hacer filas agrupadas por cursos antes de regresar a clase. Sólo con el tiempo el colegio tuvo la instalación de una sirena para dar la señal de la entrada o la salida a clase, y años más tarde hasta se colocaron un par de altavoces, con los que pudimos escuchar y bailar durante los recreos aquellas maravillosas canciones de los años 80; ¿Quién no recuerda oír la melodía de “La culpa fue del Chachachá”, “La Lambada” o el “Si te vuelvo a ver pintar un corazón de tiza en la pared”…?
Pero la actividad escolar no se centraba tan sólo en la asistencia a clase. Una gran variedad de actividades colaterales nos socializaron, nos educaron y nos hicieron mejores personas durante toda una etapa. A nadie que lo haya vivido durante ocho años de su vida se le puede olvidar el gran corro de la patata que hacíamos el día de Andalucía para cantar el himno todos juntos en el patio, las fiestas de navidad en las que nos esforzábamos por aprender e interpretar villancicos nuevos cada año, los disfraces con los que nos convertíamos en personajes extravagantes cada carnaval, los árboles que sembramos para cuidar el medio ambiente o los recorridos por el circuito improvisado en el patio del colegio sobre las ruedas de un minicoche para familiarizarnos con la educación vial.
Pero sin duda alguna, las actividades deportivas fueron las que más me marcaron a mí personalmente. Recuerdo el intercambio de partidos que tuvimos cuando estábamos en 3º de EGB con los alumnos de 5º de San José de Calasanz, y los “palizones” que nos daban a pesar de que creíamos ser los mejores. Recuerdo las “liguillas” entre colegios que se celebraban todos los sábados, de fútbol, de baloncesto, de balonmano, de voleibol… las veces que ganamos, incluso la liga de baloncesto a pesar de que no disponíamos en el colegio de un juego completo de canastas; y las ocasiones que perdimos pero Pedro nos recompensaba de forma totalmente altruista con aquellos sabrosos helados de sabor a sandía. ¿Y aquella otra vez que fuimos al Colegio Ciudad de Baza para disputar otro partido de fútbol? En aquella ocasión era Juan Pérez Sall quien nos organizaba. No había más condición que el equipo estuviera formado por todo tipo de escolares del Jabalcón y vestir camiseta roja. El encuentro estaba igualado, pero el momento clave llegó cuando el árbitro pitó un penalti a nuestro favor. Al principio el equipo contrario se hundió en la tristeza, pero dio botes de alegría cuando Juan elegía como lanzador de ese penalti a Simón (un niño con Síndrome de Down). Ya daban por supuesto que sería imposible que alguien así marcara un gol a un niño “perfecto” e “inteligente” que había como portero, sin ninguna deficiencia física o psíquica. Aquel lanzamiento nos dio la victoria, pero creo que más que la victoria del partido nos dio la victoria en el reconocimiento, la integración y la valoración de las aptitudes de todos los niños con necesidades de educación especial.
Esos niños eran uno más de nosotros, no sólo en los acontecimientos deportivos sino también en las representaciones teatrales de navidad, en los recreos, en las clases, o en la participación de la multitud de actividades que se celebraran.
Esa no fue la primera ni la última lección que aprendí en este Colegio. Cada jornada de un total de ocho años de mi infancia y adolescencia contribuyó a forjar la persona que soy hoy día. Aquí aprendí que la formación académica sólida es importante, pero que el interés por la lectura, el deporte, el medio ambiente, la cultura o el saber está más allá de esa importancia. Aprendí que la autoridad no anula derechos a nadie sino que te ayuda a adquirir la disciplina y el esfuerzo como hábitos. Aprendí que las palabras impulsan pero los hechos arrastran, sobre todo si los ves en personas cercanas a ti. Aprendí que solidaridad, respeto y tolerancia no eran ni son palabras biensonantes sino principios-guía de toda una vida. Aprendí que dar sin esperar recibir nada a cambio te hace receptora de más satisfacción de la que se obtiene cuando se hacen las cosas de forma interesada. Aprendí que ser persona es anterior a ser abogada, directora o presidente de ninguna entidad. Aprendí que el éxito no significa ser la mejor en un determinado campo sino dar lo mejor de una misma en cada momento. Aprendí que el materialismo es un virus que nos contagia la sociedad actual pero no te ayuda a encontrar la felicidad. Aprendí que las personas son algo más que “un nombre y unos apellidos”, un nivel de inteligencia, un estado físico, un “cuánto tienes” o un status social. Aprendí a valorar a las personas por ser personas y no por lo que tienen, saben o hacen. Aprendí a reconocer que soy una persona afortunada por nacer como nací y que los que no lo fueron tanto les tocó la lotería al entrar al Colegio Jabalcón.
Por todo eso, por ser quien soy ahora, por sentir que el Colegio fue durante mucho tiempo como una segunda familia para mí, no tengo palabras ni medios suficientes para agradecer a esta institución todo lo que hizo por mí y por tantos alumnos que han pasado por sus aulas. La mejor manera que se me ocurre es dedicar estas palabras a todos los maestros/as, educadores, compañeros/as que alguna vez compartieron instantes de sus vidas en este centro, y sobre todo, a los que vendrán y tendrán la inmensa suerte de vivir una de las mejores experiencias de sus vidas entre las paredes de este queridísimo Colegio Público Jabalcón.
Silvia Fernández Rus
Ex alumna de la primera promoción del Colegio Jabalcón.
Autorretrato
Hace 13 años
Hola Silvia.
ResponderEliminarAcabo de ver tu blog, y es totalmente diferente a los demás, enhorabuena!
No sabes lo difícil que es ver un blog que no viva del copia-pega.
Ánimo con él!
Un abrazo!
Muchas gracias Jesús.
ResponderEliminarNo concibiría crear un blog mío para otra cosa que no fuera hacer aportaciones propias. Creo que para repetir la información qué está en la web mejor se busca en ella directamente. ¿para qué duplicar la infomación?