miércoles, 28 de abril de 2010

¿seda o espina?

¿Miedo a qué?

¿Te lo has pensado bien? Aún estás a tiempo. ¿Sabes lo que haces? ¿No te arrepentirás? ¿Seguro que quieres hacerlo con lo bien que vives ahora? ¿Qué necesidad tienes de atarte? Mira, que aún estás a tiempo…

Éstas son las preguntas y comentarios que oigo últimamente de la gran mayoría de la gente que me rodea: el cura, el notario, los compañeros…
Y digo yo…¿tan grave es casarse? ¿qué clase de delito iré a cometer? ¿Estaré firmando mi sentencia de muerte?

Es uno de los momentos más felices de mi vida pero todo el mundo se empeña en enturbiarlo. La decisión de empezar una nueva etapa de mi vida con esa persona con la que un día soñé y que por fin me ha presentado el destino ¿tiene que ser un fracaso? ¿No será que toda esta gente que comenta se siente fracasada y lo quiere proyectar sobre los demás? Pero entonces, si tan maligna es la institución del matrimonio ¿por qué se divorcian y se vuelven a casar?

¿Por qué, cuando una pareja decide vivir bajo el mismo techo no se hacen este tipo de comentarios? ¿es que acaso, de hecho, es diferente una pareja de hecho a un matrimonio? Porque en el día a día, la única diferencia que yo le encuentro es la firma de un papel. ¿Es ese papel tan determinante? Está claro que condiciona la mente de muchas personas y tiene un efecto psicológico que pesa demasiado para muchos. ¿Es por la separación? Pero si hoy día uno firma un papel y se deshace el matrimonio tres segundos después si así se quiere. ¿Hay alguna diferencia con la ruptura de una pareja de hecho, esa a la que sin embargo se vanagloria tanto?

¿No será que se tiene miedo? ¿Miedo al compromiso? ¿Miedo a la responsabilidad de luchar por la buena salud de una pareja, una vida en común con esa otra persona que nos complementa y nos hace más grandes? Pero…si es precisamente esa otra persona la que me hace sacar lo mejor de mí misma ¿a qué hay que temer? ¿A los esfuerzos de adaptación en la rutina diaria? ¿Hemos llegado a la Luna y ahora no vamos a ser capaces de esto?

La verdad es que no le encuentro ningún sentido a esas cautelas, a ese pánico empedernido y a esa constancia por nublar una de las decisiones más importantes de mi vida. ¿Es porque un divorcio es un fracaso? No lo creo. El fracaso es dejar de hacer lo que una siente por los miedos que proyecta una sociedad. Creo en la libre decisión convencida de cada uno, en el misterio de la voluntad del destino y en la responsabilidad de nuestros actos, pero ante todo, creo en el amor por las personas.

J22/04/2010

martes, 20 de abril de 2010

Nido enmarañado

¿Libertad sí o libertad no?

Qué tiempos éstos que corren en los reina la comodidad hasta tal extremo que queremos que todo nos lo haga o nos lo solucione otro.

Desde que nacemos, ya la misma naturaleza nos dota de un padre y una madre que normalmente nos saca adelante, haciéndonos todo lo que necesitamos y más para sobrevivir y poder crecer. En casa nos protegen nuestros padres, en la guardería los cuidadores y en el colegio ya se nos asignan profesores a los que la ley hace responsables de todos y cada uno de los actos de sus alumnos.

Así van pasando los años en el crecimiento personal de cualquiera, sin tener mucho margen de maniobra para pensar o actuar por uno mismo sin el consejo o la orden de otro status superior que nos supervise o nos controle. Siempre existe una autoridad que nos impone su voluntad y a la vez se responsabiliza de las consecuencias que se deriven de los actos que hemos llevado a cabo en obediencia a esas órdenes. ¿Pero dónde queda la libertad personal para pensar, decidir y actuar? Porque… en casa manda papá/mamá, en los juegos familiares el hermano mayor lleva el mando, entre amigos el cabecilla de la pandilla siempre lleva la iniciativa, en el colegio el profesor pone las normas y hasta en la universidad, donde se supone que debería existir más libertad para llevar el aprendizaje y la investigación a su máximo nivel, los profesores son grandes autoridades.

Pero como ya digo, esa falta de libertad tiene su contrapartida “buena” ya que no tenemos libertad pero tampoco tenemos la responsabilidad de decidir ni hacer nada importante. La libertad siempre ha sido un concepto que conlleva una gran dosis de responsabilidad, pues no hay libertad si no respetamos la libertad de los demás y asumimos las consecuencias de nuestras decisiones. De esta manera, si ejercemos la libertad y queremos que ésta también esté disponible para los demás, tenemos que pensar en esos “demás” a la hora de tomar nuestras decisiones. Porque, aunque muchas veces no lo creamos, nuestros actos influyen de una manera y otra a los demás. No somos seres aislados metidos en burbujas aislantes.

¿Y qué pasa cuando hacemos algo que tiene consecuencias desagradables, complicadas o indeseables? Pues pasa lo que vemos a diario a nuestro alrededor: que no sabemos afrontarlo porque nos hemos convertido en personas tremendamente irresponsables, incapaces de resolver nuestros propios problemas. Pero no queda la cosa ahí. A la vez, exigimos que otro nos lo solucione: papá o mamá, el profe de turno, papá-Estado, papá-Junta, papá-Ayuntamiento…

¿Que llueve y me entra agua en mi casa? Que vengan y me la arreglen. ¿Qué tenía comprado un vuelo y la compañía va a la quiebra? Pues que venga papá-Estado y nos compense de alguna manera. ¿Qué soy madre soltera y el padre no quiere hacerse cargo de mi hijo? Que los servicios sociales me ayuden, que yo tengo más necesidad que otras madres…

Sólo sabemos apelar al paternalismo que hemos mamado desde que abrimos los ojos en este mundo. Entonces… ¿para qué reclamamos más libertad? ¿libertad para que luego venga otro a deshacer nuestros entuertos? ¿Esa es nuestra madurez? ¿Esa es nuestra responsabilidad? ¿No parece que la coherencia brilla por su ausencia? Llevamos el reclamo de libertad por bandera en cada paso: libertad para consumir todo tipo de drogas, pero que luego nos cubra la Seguridad Social los malestares o las enfermedades que puedan causarnos, libertad para educar a nuestros hijos a nuestro antojo, pero si luego no puedo barajar al niño y provoca daños a otro que se hagan cargo los servicios sociales o quien sea……¿Pero en qué mundo vivimos? ¿Queremos libertad o no la queremos? ¿No será que es más cómodo seguir alimentándonos de este paternalismo exagerado?

M20/04/2010

lunes, 12 de abril de 2010

Al otro lado de la carretera

Hablemos, pero no de política.

La política me rodea a diario, pero no sólo a mí por trabajar dentro de un Ayuntamiento, sino a la mayoría de los mortales. Continuamente nos vemos envueltos en declaraciones, discursos y panfletos políticos; la televisión no para de bombardearnos y sus protagonistas nos quieren vender la moto de que la política es el arte más dignificante porque tiene como fin el bienestar y el progreso de toda una sociedad. Desde luego, discutir con ellos de esto o cualquier otro tema es más que perder el tiempo, porque además de ser expertos en el dominio de la palabrería terminan creyendo que te han convencido a ti también y que tu opinión ha sido una mera irreverencia espontánea. Nadie tiene más razón que ellos, nadie ve las cosas con más objetividad que los políticos, nadie trabaja más que el que dirige una entidad administrativa pública y, por consiguiente, todos los demás somos sectarios, destructores, con fines menos nobles y sumamente egoístas porque trabajamos tan sólo por y para nosotros mismos.

¿Pero….se creen que somos todos tontos? ¿Creen que nos tragamos sus cuentos? ¿Fines nobles? ¿El arrastrarse hasta donde haga falta sólo por conseguir un puesto es un fin noble? ¿El cambio de chaqueta cada vez que cambia la corriente de aire es una actitud loable? ¿Van a negarnos que el fin esencial de conseguir un puesto político es sobrevivir y ganar dinero fácil? No creo que nadie busque trabajo por fines altruistas exclusivamente, lo que pasa es que es mucho más eficaz y efectivo centrarse en ese argumento para conseguir votos y llegar a la meta. El día siguiente a las elecciones parece haber tenido lugar un lavado de cerebro: las promesas se diluyen porque hay 4 años por delante para volver a tener que ganar de nuevo el concurso. Cuando llegue de nuevo la tómbola ya se hará lo que sea necesario para ganar el premio de nuevo.

¿Son fines altruistas? Tal vez es que ellos hayan inventado un concepto diferente de “dar a los otros”, se les olvidó señalar que los otros son su padre, su vecino, su amigo o su hijo. Pero al fin y al cabo siguen siendo otros, otros que bailan a su mismo son o juegan al mismo engaño con el que ellos ganaron las elecciones.

¿Fines nobles? ¿Dónde están esos fines nobles? ¿Cuándo colocan de concejal, de alcalde o incluso de ministro a una persona que ni siquiera ha pasado por la universidad, por el instituto o incluso ni ha terminado la E.G.B? ¿Cuándo fijan a su antojo su sueldo mensual y sin embargo no tienen un horario de trabajo como el resto de los trabajadores? ¿Cuándo adjudican las obras y servicios a sus propias empresas, amigos, familiares o vecinos? ¿Cuándo dan puestos de trabajo a sus hermanos de carné político? ¿Cuándo se creen los amos del cortijo y te tratan con la punta del pie sólo porque los avalan unos cuantos votos, conseguidos de forma demagógica? ¿Esa es la legitimidad que les ampara? ¿Esos son sus principios orientadores y los valores que los definen?

Pues sólo quiero decir que a mí, como al resto de los mortales, me ha llegado a oídos su cuento pero no me llega: no me lo creo. A mí no me hacen tonta, porque por muchas palabras rimbombantes y muchas apariciones públicas que hagan en periódicos, radios y televisiones públicas sus hechos sumergidos me pesan, quizás mucho más que a ellos en sus conciencias.

Los hilos de la vida diaria

jueves, 8 de abril de 2010

La más famosa de todas las fes

La más famosa de todas las fes.

Resulta curioso cómo, a menudo, la gente cataloga a ciertas personas por sus creencias o por la fe que manifiestan por una religión, una filosofía o una determinada concepción sobre la propia vida o incluso algunas ciencias o pseudociencias como la psicología, la parapsicología, el esoterismo, la simple cura de malestares físicos a través de remedios caseros, la santería, etc. A veces parece que creer en alguna de estas cosas es sinónimo de ignorancia, analfabetismo o incultura, porque no hay nada más certero, eficaz, seguro y contrastado que la Ciencia en sentido estricto.

Al parecer, hoy día, sólo lo que esté probado científicamente goza no sólo de credibilidad y rigor sino también de “status” social. Porque creer en la existencia de algo más allá de la muerte, en la existencia de espíritus, en la curación a través de remedios caseros y rezos…..es poco menos que estar loco, tener muchos pájaros en la cabeza o buscar la necesidad de consuelo de alguna manera. Si embargo, ahí están los orientales, con su medicina tradicional con siglos de antigüedad, la cual ha conseguido una longevidad en las personas hasta límites insospechados.

Está claro que en este país existe libertad de pensamiento y de creencia, pero ¿alguna vez nos hemos parado a pensar qué es la Ciencia? ¿Realmente la Ciencia es tan todopoderosa, tan confiable y tan intocable? ¿Qué pasa cuando aparece algún fenómeno o conducta inexplicable por la gran Reina? ¿No nos consolamos diciendo que es algo que aún no ha averiguado la Ciencia? Porque eso sí, la credibilidad en ella no la perdemos en ningún momento, a lo sumo le reconocemos como único defecto el retraso en su avance, pero estamos convencidos de que tiene o tendrá una explicación, una razón y una demostración para todo. Pero…¿acaso no es un acto de fe el que tiene una persona que no ha estudiado medicina cuando va al médico? ¿no es una creencia que tiene en que la medicina pueda curarla? (porque ella no ha comprobado que eso pueda funcionar, tan sólo cree que como todo el mundo confía en la ciencia, ella será sanada). O no, mejor dicho, cree en ella porque está demostrado científicamente, pero, ¿acaso la demostración científica no es una fe o una creencia en que una consecuencia volverá a repetirse?

Está más que comprobado que lo que hoy admite la Ciencia como cierto, válido y verdadero mañana será desechado por un nuevo avance de la misma, que habrá encontrado otra verdad más válida que la que habíamos adorado durante años o siglos. Con lo cual, está claro que la verdad de la ciencia no es inmutable sino cambiante. Esto quiere decir que lo que hoy es verdad para la ciencia mañana será mentira porque se demostrará algo diferente (todos sabemos, por ejemplo, que hoy se considera el aceite de oliva como uno de los alimentos más saludables y años atrás era justamente lo contrario).

Entonces…¿por qué negar la credibilidad de otras fes? ¿Acaso el ser humano se cree tan todopoderoso y tan perfecto como para asegurar lo que es cierto-incierto, verdad-mentira, real-irreal….? ¿Por qué tenemos que negar la existencia de otras formas de organización-demostración que no sean la razón, la lógica y el empirismo? ¿No será que el miedo a lo desconocido, el complejo de inferioridad y el pánico a no tener una explicación para todo nos corroe?
J08/04/2010

Reina de la primavera

RECUERDOS DE UNA INFANCIA EN EL COLEGIO JABALCÓN.-

Veinticinco años han transcurrido desde que abriera sus puertas el colegio más “nuevo” de Baza. Aún recuerdo cuando mi madre me dijo que no iba a ir al Colegio San José de Calasanz, que por una carambola del azar me habían derivado a ese otro colegio nuevo, desconocido para casi todo el mundo. Recuerdo la primera reunión que hubo con los padres de todos nosotros: la primera promoción que iniciaría su andadura académica en un colegio de educación especial en Baza, el Colegio Público Jabalcón.

Parece ser que la reacción de todos los padres no fue la misma y que algunos se resistían a la idea de que sus hijos/as compartieran colegio con personas disminuidas física, psíquica o sensorialmente. Sin embargo, en mi familia se acogió de muy buena gana, y en ningún momento se vio inconveniente alguno. Todo lo contrario, era una oportunidad única.

Después, también me encontré a mucha gente que se interesaba por el nombre del colegio donde estudiaba y que quedaban extrañados al escuchar como respuesta el “Colegio Jabalcón”. Entonces, me asaeteaban con preguntas del tipo: ¿el de los “subnormales”? ¿Y por qué estás allí? ¿Es que tienes algún problema tú?...Fueron cuestiones y palabras chocantes para mí que, poco a poco, con las vivencias experimentadas, supe encajar.

No obstante, recuerdo con añoranza mis primeros años, sentada en el pupitre con mis compañeros (de los cuales aún mantengo en la memoria muchos nombres y apellidos). Estábamos a las órdenes de la Señorita María. Un vendaval de energía y temperamento nos guiaba cada día en la aventura gozosa para algunos y tortuosa para otros del leer y el escribir, del sumar y el restar. Seguro que muchos recuerdan todavía la vara con la que la Señorita apuntaba a las sílabas escritas en la pizarra y, por supuesto, el genio y el torrente de voz con el que se nos impulsaba a descifrar su pronunciación; la cantinela del coro recitando las tablas de multiplicar; el castigo de tener que copiar una y otra vez la tabla que no se había aprendido bien; el ponernos de pie antes de empezar las clases y antes de dar por finalizado el día para rezar en voz alta al unísono el Padre Nuestro y el Ave María; la retahíla de sumas, rectas, multiplicaciones y divisiones que cada día llevábamos copiadas en la libreta para hacerlas de deberes; las voces retumbando por el pasillo cuando no andábamos en fila india en dirección a la clase…..y tantas otras cosas.
Y a nadie se le ocurrió acusar a la Señorita María de maltrato psicológico, acoso, malas formas, irrespetuosa con la libertad religiosa de cada uno o de cualquier otra barbaridad actual. Todo lo contrario, nuestros padres estaban orgullosos de la autoridad y la disciplina con las que estábamos siendo educados.

Son muchos los recuerdos que han quedado imborrables. Jamás olvidaré la de partidos de fútbol que jugué en ese patio, en los que participaba todo el colegio sin importar edad, nivel de inteligencia o status social. Eso sí, Juan Pérez Sall siempre jugaba en el equipo contrario al de Pedro Antonio Navarro Carrión, el otro educador de niños con necesidades especiales. Y cuando se colaba el balón en los “bancales” colindantes tocaba meter el cuerpo y la cabeza por entre la valla para poder rescatar el objeto que constituía la base de nuestro entretenimiento. No necesitábamos más que un balón, una par de piedras como porterías y una cuerda de la comba para divertirnos en los recreos. La verdad es que tampoco podíamos disponer de mucho más, ya que tan sólo con el tiempo cambiamos el par de piedras por porterías de madera y añadimos al equipamiento una red de voleibol y una canasta. Esos eran todos los utensilios de diversión con los que contamos durante mucho tiempo en el patio grande. El patio chico, por otro lado, estaba amueblado con un inigualable juego neumáticos viejos.

Y cuando el juego se encontraba en el punto más emocionante, se oían las palmadas de la señorita con mensaje subliminal del deber de hacer filas agrupadas por cursos antes de regresar a clase. Sólo con el tiempo el colegio tuvo la instalación de una sirena para dar la señal de la entrada o la salida a clase, y años más tarde hasta se colocaron un par de altavoces, con los que pudimos escuchar y bailar durante los recreos aquellas maravillosas canciones de los años 80; ¿Quién no recuerda oír la melodía de “La culpa fue del Chachachá”, “La Lambada” o el “Si te vuelvo a ver pintar un corazón de tiza en la pared”…?

Pero la actividad escolar no se centraba tan sólo en la asistencia a clase. Una gran variedad de actividades colaterales nos socializaron, nos educaron y nos hicieron mejores personas durante toda una etapa. A nadie que lo haya vivido durante ocho años de su vida se le puede olvidar el gran corro de la patata que hacíamos el día de Andalucía para cantar el himno todos juntos en el patio, las fiestas de navidad en las que nos esforzábamos por aprender e interpretar villancicos nuevos cada año, los disfraces con los que nos convertíamos en personajes extravagantes cada carnaval, los árboles que sembramos para cuidar el medio ambiente o los recorridos por el circuito improvisado en el patio del colegio sobre las ruedas de un minicoche para familiarizarnos con la educación vial.

Pero sin duda alguna, las actividades deportivas fueron las que más me marcaron a mí personalmente. Recuerdo el intercambio de partidos que tuvimos cuando estábamos en 3º de EGB con los alumnos de 5º de San José de Calasanz, y los “palizones” que nos daban a pesar de que creíamos ser los mejores. Recuerdo las “liguillas” entre colegios que se celebraban todos los sábados, de fútbol, de baloncesto, de balonmano, de voleibol… las veces que ganamos, incluso la liga de baloncesto a pesar de que no disponíamos en el colegio de un juego completo de canastas; y las ocasiones que perdimos pero Pedro nos recompensaba de forma totalmente altruista con aquellos sabrosos helados de sabor a sandía. ¿Y aquella otra vez que fuimos al Colegio Ciudad de Baza para disputar otro partido de fútbol? En aquella ocasión era Juan Pérez Sall quien nos organizaba. No había más condición que el equipo estuviera formado por todo tipo de escolares del Jabalcón y vestir camiseta roja. El encuentro estaba igualado, pero el momento clave llegó cuando el árbitro pitó un penalti a nuestro favor. Al principio el equipo contrario se hundió en la tristeza, pero dio botes de alegría cuando Juan elegía como lanzador de ese penalti a Simón (un niño con Síndrome de Down). Ya daban por supuesto que sería imposible que alguien así marcara un gol a un niño “perfecto” e “inteligente” que había como portero, sin ninguna deficiencia física o psíquica. Aquel lanzamiento nos dio la victoria, pero creo que más que la victoria del partido nos dio la victoria en el reconocimiento, la integración y la valoración de las aptitudes de todos los niños con necesidades de educación especial.

Esos niños eran uno más de nosotros, no sólo en los acontecimientos deportivos sino también en las representaciones teatrales de navidad, en los recreos, en las clases, o en la participación de la multitud de actividades que se celebraran.

Esa no fue la primera ni la última lección que aprendí en este Colegio. Cada jornada de un total de ocho años de mi infancia y adolescencia contribuyó a forjar la persona que soy hoy día. Aquí aprendí que la formación académica sólida es importante, pero que el interés por la lectura, el deporte, el medio ambiente, la cultura o el saber está más allá de esa importancia. Aprendí que la autoridad no anula derechos a nadie sino que te ayuda a adquirir la disciplina y el esfuerzo como hábitos. Aprendí que las palabras impulsan pero los hechos arrastran, sobre todo si los ves en personas cercanas a ti. Aprendí que solidaridad, respeto y tolerancia no eran ni son palabras biensonantes sino principios-guía de toda una vida. Aprendí que dar sin esperar recibir nada a cambio te hace receptora de más satisfacción de la que se obtiene cuando se hacen las cosas de forma interesada. Aprendí que ser persona es anterior a ser abogada, directora o presidente de ninguna entidad. Aprendí que el éxito no significa ser la mejor en un determinado campo sino dar lo mejor de una misma en cada momento. Aprendí que el materialismo es un virus que nos contagia la sociedad actual pero no te ayuda a encontrar la felicidad. Aprendí que las personas son algo más que “un nombre y unos apellidos”, un nivel de inteligencia, un estado físico, un “cuánto tienes” o un status social. Aprendí a valorar a las personas por ser personas y no por lo que tienen, saben o hacen. Aprendí a reconocer que soy una persona afortunada por nacer como nací y que los que no lo fueron tanto les tocó la lotería al entrar al Colegio Jabalcón.

Por todo eso, por ser quien soy ahora, por sentir que el Colegio fue durante mucho tiempo como una segunda familia para mí, no tengo palabras ni medios suficientes para agradecer a esta institución todo lo que hizo por mí y por tantos alumnos que han pasado por sus aulas. La mejor manera que se me ocurre es dedicar estas palabras a todos los maestros/as, educadores, compañeros/as que alguna vez compartieron instantes de sus vidas en este centro, y sobre todo, a los que vendrán y tendrán la inmensa suerte de vivir una de las mejores experiencias de sus vidas entre las paredes de este queridísimo Colegio Público Jabalcón.

Silvia Fernández Rus
Ex alumna de la primera promoción del Colegio Jabalcón.

Una entre tantas

miércoles, 7 de abril de 2010

NOTICIA: "Granada está a la cola de Europa en hogares conectados a Internet".

Sale el dato o la noticia de que Granada es una de las provincias españolas que menos usa Internet y se escuchan valoraciones y opiniones de todos los colores, aunque, sin duda alguna, la opinión mayoritaria, o, al menos la que más se hace oír, es la de que la noticia es una catástrofe. Conclusión: no estar a la cabeza del uso de las tecnologías nos hace ser peores que otras provincias o países.

Y, ¿Quién define lo que es mejor o lo que es peor? Habernos vuelto personas totalmente dependientes de Facebook, Messenger, Google, el teléfono móvil, etc... nos hace personas más cómodas, ¿pero nos hace mejores? ¿obtenemos más satisfacción consiguiendo lo que creemos que necesitamos con apenas teclear unos segundos? La respuesta inmediata puede ser positiva si lo que buscamos es ahorrar el tan preciado tesoro del tiempo. ¿Pero eso nos da la misma satisfacción que obtener esas necesidades directamente relacionándonos con otras personas? (yendo al banco para hacer una transferencia bancaria y verle la cara de alegría o de pena que tiene hoy el banquero, haciendo una visita a su casa a un amigo que acaba de salir de una enfermedad y no limitándonos simplemente a corresponderle con una llamada de teléfono……).

No voy a decir yo que el uso de las nuevas tecnologías sea “el demonio”, que es como lo consideran algunas personas. De hecho, es un hábito que está consolidado en mi vida diaria. Pero también he detectado que el trato y las relaciones personales me enriquecen y me hacen mucho más feliz que la frialdad de un ordenador o un teléfono. Un gesto, una mirada, una sonrisa o mero tono de voz de una persona me pueden hacer el día especial, me hacen sentirme plena.

Por otro lado, parece ser que, hoy día, para ser una persona, una ciudad, o una institución con todas sus letras hay que estar a la cabeza de las estadísticas: estar entre las rentas per capita más altas, entre los índices más elevados de uso de Internet, entre los más altos, los más guapos, los más limpios……

Pero…..¿realmente tenemos que ser los primeros en todo? Está claro que esta tendencia también ha contagiado a la esfera personal y familiar. Desde que somos pequeñitos nuestros padres quieren tener al niño más listo, con mejores notas, con más actividades extraescolares, con más premios…

Muchas de las actividades que dominan nuestras vidas están apoyadas en calificaciones, competiciones, concursos, carreras o gymkhanas. Y….bueno, pueden ser una buena vía para sacar lo mejor de nosotros mismos en ciertos ámbitos, como puede ser el caso del deporte. Sin embargo, ¿tienen sentido los concursos de pintura, escultura, música etc? ¿Realmente se puede medir si una obra de arte es mejor que otra? ¿quién tiene la razón absoluta para premiar un resultado u otro? Y aún en el caso de que alguien o algo tuviera esa razón absoluta y objetiva para hacer un ranking objetivo, ¿merece la pena luchar por ser el/la mejor en todo? ¿somos mejores personas? ¿o acaso más felices alcanzando el podium?

Desde luego, la educación que recibimos desde que abrimos por primera vez los ojos en este mundo nos condiciona en un porcentaje bastante elevado, al igual que las tendencias con las que nos pisotea la sociedad actual. Pero también influye nuestra personalidad y nuestra voluntad. Si no creemos que ser el/la mejor en algo nos vaya a hacer más felices deberíamos tomarnos esta obra de teatro como un espacio y un tiempo para disfrutar mirándonos a nosotros mismos y no tanto en obtener la aprobación y la congratulación de los demás. Porque el sistema nos impone sus normas pero no necesariamente nos obliga a seguirlas. ¿Acaso no podemos pararnos a reflexionar, hacer un poquito de auto-conocimiento y concretar qué nos hace felices a nosotros mismos y no tanto a la sociedad que nos rodea? Tal vez lo que nos hace felices a nosotros mismos también haga feliz a nuestra sociedad, ¿por qué no? Pero, ¿y si no es así?

Hoy día los hábitos cotidianos no nos lo ponen muy fácil, pero la fuerza de nuestra voluntad siempre podrá con todo tipo de apisonadoras, por muy pesadas y destructoras que éstas sean.

X07/04/2010